martes, 6 de agosto de 2013

El derecho a decir no

Tenemos la capacidad de indignarnos cuando alguien viola nuestros derechos o somos víctimas de la humillación, la explotación o el maltrato. Poseemos la increíble cualidad de reaccionar más allá de la biología y enfurecernos cuando nuestros códigos éticos se ven vapuleados. La cólera ante la injusticia se llama indignación.

Algunos puristas dirán que es cuestión de ego y que por lo tanto cualquier intento de salvaguardia o protección no es otra cosa que egocentrismo amañado. Nada más erróneo. La defensa de la identidad personal es un proceso natural y saludable. Detrás del ego que acapara está el yo que vive y ama, pero también está el yo aporreado, el yo que exige respeto, el yo que no quiere doblegarse, el yo humano: el yo digno. Una cosa es el egoísmo moral y el engreimiento insoportable del que se las sabe todas, y otra muy distinta, la autoafirmación y el fortalecimiento del sí mismo.

Por desgracia no siempre somos capaces de actuar de este modo. En muchas ocasiones decimos “sí”, cuando queremos decir “no”, o nos sometemos a situaciones indecorosas y a personas francamente abusivas, pudiendo evitarlas ¿Quién no se reprochado alguna vez a sí mismo el silencio cómplice, la obediencia indebida o la sonrisa zalamera y apaciguadora? ¿Quién no se ha mirado alguna vez al espejo tratando de perdonarse el servilismo, o el no haber dicho lo que en verdad pensaba? ¿Quién no ha sentido, así sea de vez cuando, la lucha interior entre la indignación por el agravio y el miedo a enfrentarlo?
¿Por qué nos cuesta tanto ser consecuentes con lo que pensamos y sentimos? ¿Por qué en ocasiones, a sabiendas de que estoy infringiendo mis preceptos éticos, me quedo quieto y dejo que se aprovechen de mí o me falten al respeto? ¿Por qué sigo soportando los agravios, por qué digo lo que no quiero decir y hago lo que no quiero hacer, por qué me callo cuando debo hablar, por qué me siento culpable cuando hago valer mis derechos?

Para pensar: ¿Te humillas demasiado? ¿Los demás te manipulan? ¿Temes herir los sentimientos de los demás si eres sincero? ¿Eres capaz de expresar la ira de un modo socialmente adecuado, de oponerte, de expresar una opinión contraria?

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Guía práctica para no dejarse manipular y ser asertivo

Ser asertivo significa ser capaz  de ejercer y/o defender los derechos personales: decir “no”, expresar desacuerdos, dar una opinión contraria y/o expresar sentimientos negativos sin dejarse manipular, como lo haría una persona sumisa,  y sin violar los derechos de los demás, como lo haría una persona agresiva. La asertividad es un punto medio entre el que se arrodilla y el que aplasta al otro. Implica la defensa de los derechos, sin lastimar a nadie.

Guía práctica sólo disponible en formato digital, adquierela de forma segura a través de la página de la Editorial Phronesis: www.phronesisvirtual.com

La dependencia afectiva

Depender de la persona que se ama es una manera de enterrarse en vida, un acto de automutilación psicológica donde el amor propio, el autorrespeto y la esencia de uno mismo son ofrendados y regalados irracional-mente. Cuando el apego está presente, entregarse, más que un acto de cariño desinteresado y generoso, es una forma de capitulación, una rendición guiada por el miedo con el fin de preservar lo bueno que ofrece la relación. Bajo el disfraz del amor romántico, la persona apegada comienza a sufrir una despersonalización lenta e implacable hasta convertirse en un anexo de la persona “amada”, un simple apéndice. Cuando la dependencia es mutua, el enredo es funesto y tragicómico: si uno estornuda, el otro se suena la nariz. O, en una descripción igualmente malsana: si uno tiene frío, el otro se pone el abrigo.

“Mi existencia no tiene sentido sin ella”, “Vivo por él y para él”, “Ella lo es todo para mí”, “Él es lo más importante de mi vida”, “No sé qué haría sin ella”, “Si él me faltara, me mataría”, “Te idolatro”, “Te necesito”, en fin, la lista de este tipo de expresiones y “declaraciones de amor” es interminable y bastante conocida. En más de una ocasión las hemos recitado, cantado bajo una ventana, escrito o, simplemente, han brotado sin pudor alguno de un corazón palpitante y deseoso de comunicar afecto. Pensamos que estas afirmaciones son muestras de amor, representaciones verdaderas y confiables del más puro e incondicional de los sentimientos. De manera contradictoria, la tradición ha pretendido inculcarnos un paradigma distorsionado y pesimista: el auténtico amor, irremediablemente, debe estar infectado de adicción. Un absoluto disparate. No importa cómo se quiera plantear, la obediencia debida, la adherencia y la subordinación que caracterizan al estilo dependiente no son lo más recomendable.
Cuatro interrogantes: ¿Eres capaz de pasar momentos sin tu pareja y disfrutarlos? ¿Sientes que tu vida no tiene mucho sentido sin la persona que amas? ¿El desapego es desamor? ¿Una relación dónde pierdas tu autonomía no es una forma de esclavitud socialmente aceptada?



Guía práctica para vencer la dependencia emocional

Ser “autónomo” desde el punto de vista emocional no es dejar de amar, sino gobernarse a sí mismo, ser fiel a los propios principios y no entregar la dignidad personal a cambio de nada, ni siquiera en nombre del amor.

Millones de personas son víctimas de relaciones amorosas inadecuadas y no saben qué hacer al respecto. El miedo a la pérdida, a la soledad y/o al abandono contaminan el vínculo amoroso y lo vuelven vulnerable y enfermizo. Un amor inseguro es una bomba de tiempo que puede estallar en cualquier momento y lastimarnos profundamente"


En esta guía Walter Riso nos enseña de una forma práctica y poco teórica los pasos que se deben seguir para Amar sin dependencias emocionales, pretende aportar ideas y procedimientos que permitan desarrollar destrezas y habilidades para afrontar la dependencia emocional, prevenirla  y/o crear un estilo de vida orientado a la independencia emocional y al desapego afectivo.

Guía práctica sólo disponible en formato digital, adquierela de forma segura a través de la página de la Editorial Phronesis: www.phronesisvirtual.com





sábado, 1 de septiembre de 2012

SER FLEXIBLE ES TODO UN ARTE.

Las mentes rígidas son inmóviles, monolíticas, duras como las piedras e impenetrables, porque con el paso de los años la experiencia y el conocimiento se han solidificado de manera sustancial e irrevocable. Su estrategia de supervivencia es la auoindulgencia: no se permiten dudar de sí mismas y aborrecen la  crítica y la autocrítica.

Por su parte, las mentes flexibles se parecen más a la arcilla. Poseen un material básico  a partir del cual obtienen distintas formas: no son insustanciales (como podría serlo una mente líquida: sin principios ni convicciones) pero tampoco están definida de una vez por todas como las mentes pétreas. La mentes flexibles pueden avanzar u retroceder, modificarse, reinventarse, crecer, actualizarse, revisarse, dudar y escudriñar en ellas mismas sin sufrir trauma alguno. Asimilan las contradicciones e intentan resolverlas; no se aferran al pasado ni lo niegan, más bien lo asumen de una manera constructiva sin perder la capacidad crítica. Las mentes abiertas muestra una fortaleza similar a la que el taoísmo le atribuye al bambú, de quien se dice que es elegante, erguido y fuerte, hueco por dentro, receptivo y humilde, se inclina con el viento pero no se quiebra. Para los seguidores de Lao Tse la suavidad  y la flexibilidad están íntimamente relacionadas con la vida, mientras la dureza y la rigidez están asociadas a la muerte.

La estructura interna de las mentes estrechas, de acuerdo a las investigaciones, es una maraña de esquemas negativos entrelazados que son un peligro para la salud mental, tanto para quien la padece como para la sociedad toda. Sus contenidos más determinantes son: dogmatismo (creerse el dueño de la verdad), simplicidad cognitiva (incapacidad de integrar información divergente y variada), solemnidad/ amargura (fobia al buen humor y la risa, porque los consideran “frívolas”), normatividad (resignación y conformismo, apego a las reglas y un rechazo furibundo al pensamiento rebelde e inconformista), prejuicio (odiar, segregar y/o agredir a determinadas personas por sus rasgos o creencias) y autoritarismo (abuso del poder y una actitud antidemocrática).

¿Cómo sobrevivir a estos personajes? ¿Cómo hacer que nuestros niños no se eduquen con una mentalidad fundamentalista (mis ideas no son discutibles) y oscurantista (miedo a la cultura/información)? El mejor camino es promocionar y fomentar los componentes psicológicos opuestos a la rigidez: análisis crítico (disposición a revisar las propias creencias y confrontarlas con la realidad y/o la lógica), complejidad cognitiva (ser capaz de utilizar toda la información relevante para comprender los hechos), humor/lúdica (aprender a no tomarse muy en serio a sí mismo), inconformismo (ejercer el derecho a la desobediencia razonada y razonable), imparcialidad (no discriminar a las personas) y pluralismo (aceptar las diferencias civilizadas y convivir con ellas sin reprimirlas ni ofenderse).

El paso de la rigidez a la flexibilidad es un síntoma de madurez y crecimiento personal. Es  pasar de una mente primitiva, a una evolucionada, de un sistema de acción limitado a un funcionamiento óptimo, de una mentalidad estancada a una fluida. Pura evolución.

Hubo un momento (posiblemente a partir de una fuerte expansión cerebral que ocurrió hace 500.000 años)  en que la mente comenzó su apertura. La inteligencia social se unió al de inteligencia natural hace aproximadamente 100.000 años,  y luego se sumó a ellas la inteligencia técnica (posiblemente hace 60.000 años). A partir de allí y gracias al lenguaje, la historia de la humanidad puede verse como un fenómeno expansivo y progresivo de sus capacidades intelectuales. Desde esta perspectiva evolucionista, la rigidez puede ser considerada como un freno de emergencia, un proceso de estancamiento, conceptualmente regresivo y retardatario.

miércoles, 20 de junio de 2012

¿Puede liberarse la mente?

En el atolladero que nos encontramos no parece haber salida. La globalización, las megatendencias y el ciberespacio nos atrapan como las arenas movedizas, cuanto más intentamos salir, más nos hundimos. Este desorden existencial, esta Matrix vivencial que nos aleja de nuestra propia realidad, la que queremos construir en libertad y uso de nuestras facultades menos condicionadas posibles, no es fácil de ubicar, porque ser parte de ella, nos confundimos en la maraña ¿Dónde está la salida del laberinto? ¿Hacia dónde dirigirnos? Una de las opciones facilistas parece ser la del consumismo y la compra de felicidades pasajeras. El deseo ocupa la mayor parte del menú y sus manifestaciones son cada vez más variadas, por eso las nuevas adicciones suelen ser tan extrañas (vg. internet, amor, celular, belleza, potomanía –adición a tomar agua para “adelgazar”-).  Necesitamos cada día más formas de satisfacciones inmediatas, desechables y cambiantes para mantener el cerebro en un estado de aparente equilibrio. Siguiendo a Epicúreo, el placer que añoramos es el “cinético” (que llega intempestivo, nos chuza y se aleja hasta que otra carencia lo llame nuevamente) y no el “placer”  estático que surge de la ausencia del dolor, de estar simplemente bien, sin el malestar a cuestas (no estoy enfermo, no tengo sueño, no tengo hambre o estoy sano, estoy despierto, estoy alimentado). Dicho de otra forma: no vivimos la alegría de no estar sufriendo, no atendemos a ese estado, sino al placer que llega del alivio. No somos concientes del bienestar que genera la salud en reposo y preferimos concentrarnos en el impacto del refuerzo positivo. No procesamos la felicidad del reposo o la felicidad en acto, que sugería Epícteto, deseamos más la estimulación, que la ausencia de ella; ruido, más que el silencio. Los momentos de soledad angustian a muchas  persona presa del consumismo, porque a solas  deberán  adentrarse en si mismas, afrontar la propia identidad generalmente fragmentada por los intereses creados desde afuera. Habitar el mundo, es también ocuparse de uno y ver el “yo” desde adentro.

La mente libre se opone a la subyugación y a perder el norte. Es rebelde, promueve la contracultura y se reafirma en una forma de resistencia individual, que aunque no cambie de manera radical al mundo, al menos permita elegir sensatamente. No busca el nirvana ni la beatitud, se conforma con ser ella misma, con gobernar su mundo interior y dejar por fuera lo que la destruye. Siguiendo algunas enseñanzas de la antigüedad, que han permanecido limpias, al menos en sus fundamentos, yo diría que una mente libre promueve o se apropia de tres aspectos:

•    La ataraxia o tranquilidad del alma, serenidad, no ansiedad o preocupación. La imperturbabilidad del ánimo o la menor turbulencia posible.

•    La autarkeia o autonomía, independencia, el autogobierno, la libertad de orientar la propia vida como se nos de la gana, hacerse dueño de ella

•    La apatheia o impasibilidad e indiferencia a todo aquello que pueda poner las pasiones y las emociones negativas fuera de control.

Las tres unidas forman un bloque de oposición a la despersonalización, una vacuna que facilita la reorientación del yo. Poder estar anclado en uno, sin perderse como una rueda suelta en universo de la oferta y la demanda, dignifica. Si logramos alejarnos de las necesidades vanas, ordenar los deseos sin que nos dominen y eliminar los temores irracionales, estaremos muy cerca de la liberación interior

La mente libre no es un estado, sino un movimiento dinámico que va reacomodándose sobre la marcha, es un proceso vivo y creativo, especialmente sensible, que orienta el organismo hacia fines saludables. La mente libre es fiel a sus talentos naturales, no se deja seducir fácilmente y ejerce el derecho a decir no. Y por hallarse en una elaboración constante, está muy cerca de la sabiduría, así no logre alcanzarla nunca. El sabio ya sabe vivir, la mente libre esta en condiciones de aprender a vivir y a resistir. Es un estadio previo ala plenitud, por decirlo de alguna manera. Una diferencia de grado infinitamente complejo y bellamente simple. La mente libre es el umbral, luego sigue el salto.


viernes, 23 de marzo de 2012

Desear lo que tenemos


Deseo y placer. La mente los mezcla en una dimensión temporal y se confunde. El deseo es el placer proyectado en el tiempo, la anticipación de la alegría, el goce o la felicidad. El placer es el “ya”, y el deseo, el “después”. Presente y futuro. Pero si el desear es un acto determinado por la carencia, por lo que no tenemos y añoramos obtener, cabe preguntar: ¿en qué se convierte cuando lo alcanzamos? Ya no sería privación o escasez, ya que estaríamos haciendo uso del objeto del deseo, degustándolo, consumiendo y agotándolo. Una vez llegamos a la cima, ya no vemos la cima. En ese momento, la psiquis transforma la avidez augurada, en placer contante y sonante. Una vez saciados, a otra cosa, hasta que el deseo empuje de nuevo para eliminar el aburrimiento. Parecería que para el deseo no hay presente, su dinámica fluctúa entre el recuerdo de las sensaciones vividas  y la expectativa de concretarlo. Cuando pasa por el presente, no lo identificamos con claridad.

Epicúreo fue el que más se aproximó a una comprensión verdadera de este juego tiempo/placer. No solo lo conceptualizó, sino que lo puso en práctica. Para él y sus discípulos hedonistas, el “goce de vivir” fue el “arte de vivir”. El bien supremo no era la virtud en sí misma, sino el placer saludable y la felicidad asociada. Epicúreo deseaba lo que tenía, las “ganas” se convertían en potencia de vida, en autorrealización, en una fuerza por existir cada vez más, sin mojigatería ni doble moral. Es decir: era un modo de vida, como diría el filósofo Pierre Hadot.

Un punto del epicureísmo que me parece vital, es la diferencia que se establece entre el placer cinético (causado por un estímulo que llega, nos impacta positivamente y/o cubre una necesidad: tengo hambre y tomo alimentos, tengo sueño y duermo, estoy bajado y pruebo estimulantes) y el placer estático (el disfrute reposado y pacífico, el placer fundamental) que se obtiene cuando estamos en una situación “sin dolor”, debido a que el aversivo desparece o se controla y el balance interior ha sido recobrado. El estado estático ideal, el del hombre sabio, ocurriría cuando se logra  disfrutar de “la ausencia de una necesidad” bastante tiempo después de que el dolor se ha ido: por ejemplo, el placer de no tener sed,  sueño, hambre, ansiedad, de no estar solo, enfermo o en desamor. En fin: el agrado del “no”.

Pero como resulta obvio,  esta ausencia del malestar suele pasar desapercibida por nosotros, a no ser que sea reciente. Nadie está feliz porque no tiene una espina clavada o no le duele una muela, si eso le ocurrió hace años o meses. Nadie se alegra de “estar sano”, si no acaba de salir de una enfermedad (se nos olvida muy rápido por lo que pasamos). Pocos agradecen tener una buena pareja, un buen trabajo, unos buenos hijos, amigos y estar vivo, simplemente por que sí. Nos acostumbramos a la ausencia de dolor, al estado simple y maravilloso de estar sin la tortura. No niego que haya estímulos que nos sacudan, y que si no son dañinos conforman el picante de la vida, pero lo otro, lo ya resuelto, lo cotidiano, el sosiego que habitamos por no estar hambrientos, sin achaques o sin padecimientos en general, lo ignoramos. Lo damos por hecho. Creamos una amnesia al “placer del no sufrimiento”, quizás porque sea una felicidad que entra por la puerta de atrás. Estar atentos a los placeres estáticos, que son miles, haría que la alegría de vivir fuera inmensa: desearíamos y disfrutaríamos  lo que tenemos, no solamente lo que quisiéramos tener. Recuerdo un señor sobreviviente de la guerra civil española, que había decido mantener activo el placer de una comida digna y un buen vaso de vino después de las angustias pasadas. Cada almuerzo y comida se le veía sonreír para sí.

Algunas religiones cuentan con ritos de “agradecer a Dios” que pueden ser vistos como una forma de atención consciente a la dicha estática. Queda claro que no hablo de resignación o abandono de sí mismo. No me refiero a reprimir el placer, sino a ampliarlo hasta abarcar el presente. Traer el deseo al “aquí y el ahora” es resaltar la dicha que conservamos y no vemos. La serenidad de la mente es una condición que permanece más allá de estimulo-respuesta. Se trata de sentir la plenitud del ahora, el placer de un reposo auténtico  donde la percepción del “no dolor” sea cada vez más conciente. Algunos hablan de gratitud.

lunes, 20 de febrero de 2012

ENAMÓRATE DE TI "¡El valor imprescindible de la autoestima!"


Disponible en España (Zenit/Planeta) a partir del 1 de marzo




Desde pequeños nos enseñan conductas de cuidado personal respecto al físico: lavarnos los dientes, bañarnos, arreglarnos las uñas, comer, aprender a vestirnos... Pero ¿qué hay del cuidado psicológico y la higiene mental? ¿Le prestamos suficiente atención? ¿Lo ponemos en práctica? ¿Resaltamos la importancia del autoamor?

Una buena autoestima, quererse profundamente, incrementa las emociones positivas. Además, entre otras cosas, permite alcanzar mayor eficacia en las tareas, mejorar las relaciones con las personas, establecer un vínculo más equilibrado con los demás y ganar en independencia y autonomía.

La propuesta de este libro es a la vez simple y compleja: enamórate de ti, sé valiente, comienza el romance contigo mismo, en un «yo sostenido» que te haga cada día más feliz y más resistente a los embates de la vida cotidiana.




sábado, 18 de febrero de 2012

El valor del emigrante


El emigrante, al igual que el caracol, lleva su casa a cuestas. Un mecanismo de supervivencia se activa para no dejar ser lo que uno es: las costumbres, los hábitos, los ideales o el idioma, adquieren importancia. El emigrante rescata lo esencial y lo conserva, a pesar del medio que generalmente lo obliga a transmutarse y despersonalizarse. Pero es irremediable, hay que mantener la identidad a lo que de a lugar, para que al sentirse “distinto” (no necesariamente discriminado) no perdamos la autodeterminación La identidad se mantiene básicamente creando formas de estar y habitar el nuevo mundo manteniendo el estilo original del sí mismo, que no siempre es fácil.

El emigrante, por un impulso gregario natural, tiende a agruparse con los suyos, que no siempre significa autoexclusión. Crea cofradías, barrios, calles, clubes, mutuales, mini ciudades, organizaciones o cualquier otro hacer grupal que lo mantenga atado a su comunidad. Nuevas preguntas sobre el sentido de la existencia comienzan a aparecer: ¿Quien soy en realidad?, ¿Qué quiero de la vida? ¿Qué me define? ¿Cuáles son mis puntos de referencia cognitivos y emocionales? El emigrante es un filósofo de la colonización, un transeúnte existencial que no quiere perderse en la muchedumbre de una globalización que lo absorbe y diluye.

Los emigrantes deben enfrentarse a una doble resistencia al cambio: la propia y la ajena. Propia, porque no le gustarán muchas cosas que deberán acatar para ser aceptados y ajena, porque quienes juegan de locales deberán abrir sus mentes al recibirlo. Para el visitante, lo nuevo resulta casi siempre desconcertante. Tendrán que traducir infinidad de códigos sociales y procesar muchas reglas implícitas sobre lo que está bien y lo que está mal visto, sobre lo que se puede y no se puede hacer. Un emigrante es un viajero moral, un poblador de éticas inéditas que lo envuelven y cuestionan profundamente.

La palabra “extrañeza” creo que describe bastante bien el impacto psicológico del recién llegado. Mi madre alguna vez me contó que cuando desembarcó en Buenos Aires a principios de 1952, de inmediato extrañó el olor a Nápoles. Fue lo que primero le impactó. Dice que yo, siendo un bebé de pocos meses, hice una mueca de desagrado. Así lo percibió ella. El puerto napolitano no olía igual al del Río de la Plata. La nostalgia se manifiesta inicialmente por lo más básico: las vías olfativas y gustativas. Y luego la mirada del otro: biología y attachment afectivo. Si recibes sonrisas, buen humor y aceptación de tu raza y tradición, la nostalgia será más soportable. El emigrante es un catador de memorias.

La Argentina siempre fue un país de puertas abiertas. Mis padres, mis tíos y toda la parentela, aunque seguían añorando a Italia, aprendieron a querer “la América” ya que siempre fueron tratados con respeto. Nunca los hicieron sentir extranjeros, así hablaran una media lengua rara de dialecto y lunfardo. Aún hoy después de medio siglo, Argentina (similar a algunos países de Latinoamérica) te reciben sin visa ni sospechas. A los italianos se les decía cariñosamente “tanos”, tal como me dicen hoy mis amigos del sur; a los españoles, “gallegos”.Cada quien tenía un apodo, un sobrenombre amable, jamás displicente. Pero aún allí, en la holgura de las pampas y la admiración callada de los que nos veían descender de los barcos, los emigrantes seguían aferrados a sus baluartes esenciales y a sus gustos. Hasta el día de su muerte, mi padre insistía en que la sandía italiana era más roja, el melón más jugoso y el puchero argentino comida para chanchos. Mi madre no dejó de decir hasta el final, que el cielo de Nápoles era más azul.

Un país que exija a los extranjeros perder sus costumbres como condición para recibirlos está condenado al asilamiento cultural y al odio. Yo se que la casa se reserva el derecho de admisión, pero es que aquí la casa es el planeta y el que llega no entra a un restaurante a disfrutar de un banquete, casi siempre lo hacen movido por condiciones extremas. Existe una ciudadanía inamovible que va más allá de los papeles membreteados o el documento nacional de identidad que a nadie se le puede arrebatar, y es la historia a la cual uno pertenece, el tono afectivo de los valores y necesidades con los que ha sido educado. Ese es el hogar que llevamos dentro, que no tiene porque ser frontera.